domingo, 24 de junio de 2012

Te extraño.

Te extraño y estoy perdido.

Es extraño que te extrañe tal día como hoy, cuando nada en mi vida es como era y cuando hace ya ocho años que no puedo saber de ti. Te extraño porque nunca te tuve y porque sé, o igual simplemente sueño, que contigo habría sido mucho más fuerte. Te extraño aquí, y no en otro lugar, porque aquí mis palabras se pierden y puedo gritar tan alto como quiera que te echo de menos. Porque me da miedo, incluso pavor, hablar de ti con nadie. No quiero que el mundo sepa lo duro que me resulta afrontar tu pérdida y lo duro que me resulta no saber quién eras. Que no puedo sino callarme y llorar porque nunca podré saber quien eras, porque no me atreveré a preguntarlo porque ese es el mayor de mis miedos.
Si imagino conversaciones que nada dicen y nada aportan, si echo de menos todo lo que formó parte de tu vida que ya no forma parte de la mía, si me reconcome la naturalidad del mundo que sigue girando y las cosas que continúan cuando yo no puedo ver tu pelo rubio y tus ojos claros, cuando tu nombre me mata y esa Y me irrita.

Es injusto, claro que es injusto. No recuerdo el sonido de tu voz. Nunca conoceré a vuestros hijos, con los que me encantaría compartir tu tiempo. Porque 15 años no son edad para perder a nadie que apenas has conocido y perfectamente recuerdas. Porque pocas cosas de ti pueden hacerme sonreír y toda mi ignorancia es un lastre, atado en lo más profundo de mi alma.

Quiero saber de ti, quiero tenerte conmigo y no quiero que seas una foto que adoro o un recuerdo que guardo. Quiero que riamos juntos y que estemos en desacuerdo. Que me des lecciones de vida y que me invites a una copa. Nunca se me dio bien abrirme a mi familia, lo admito. Quiero soñar que contigo habría sido distinto. Creo que lo habría sido, y quizás eso sea lo más doloroso. Porque te quiero, te quiero infinitamente y me da una vergüenza terrible ser abierto y vulnerable, porque yo siempre soy impasible y tú destrozas mi mundo. Tú no, tu ausencia.

Te quiero. Mi imaginación me hace quererte tanto que jamás podré separarme de tu recuerdo. No quiero hacerlo. Quiero llevar esa foto en mi vida el resto de mis días. Y justo aquí, a miles de kilómetros de donde te fuiste, no tengo nada que me recuerde a ti. Solo una canción de algo que sé por otros y que para mí siempre tendrá magia, porque es una cosa que sé de ti, que te dibuja risueña y optimista. Porque yo nunca oí hablar del duende, ni me gusta tan siquiera ese concepto. Pero tú eras todo magia, todo fuerza y yo te tendré siempre, en mi pecho arrinconada, solo para llorarte el día que haga falta.

martes, 2 de septiembre de 2008

Capítulo 84 - Manolo

Se llamaba Manuel Molina pero a él siempre le gustó que le llamaran Manolo.

Nació en un buen barrio de Madrid allá por los años cincuenta y tanto su infancia como su vida en general siempre fueron marcadas por el desastre y el desánimo de no tener ninguna meta. Pero hoy no vamos a hablar de cómo fue la vida de Manolo, ni cómo sobrevivió. Tampoco hablaremos de cómo, sustentado por su hermano y la sustancial herencia que sus padres le dejaron, este hombre, amigo del vagabundeo y las drogas blandas (especialmente el alcohol), convirtió estos elementos en su única familia, con excepción de su hermano. No hablaremos de nada de eso. No. Hablaremos de su leyenda, de cómo guiado sólo por su imaginación y autoconvicción Manolo se reinventó a sí mismo y vivió una vida propia del mayor de los señores.

Manolo nació el 4 de Julio de 1956 en Miami, Florida: el glorioso Día de la Independencia estadounidense. Era el hijo de un rico empresario madrileño y su esposa, natural de Mallorca, que emigraron a Florida allá por 1947.

Su padre hizo rápidamente una fortuna por una carrera plagada de oportunidades para un hombre trabajador como él era y permitió a toda su familia llevar una vida muy cómoda. Pero la infancia de Manolo no sólo estuvo marcada por la comodidad: también por su carácter independiente que hacía honor a la fecha de su nacimiento. Siempre iba inquieto de un lado para otro, conociendo el mundo con mirada interrogante, como si de un alumno del mismísimo Sócrates se tratara.

Al llegar a la adolescencia, exactamente en el verano de 1971, contando él con catorce años, y estando a punto de cumplir los quince, Manolo viajó a Mallorca con su familia. Tierra de la que rápidamente se enamoraría. Durante más de cinco años, fueron frecuentes los viajes de la familia a tierras españolas tanto a Mallorca como a Madrid.

Fue en estas edades cuando Manolo empezó a preocuparse por su aspecto. Siempre pretendía hacer gala de un porte señorial que sin duda se atribuía. Presumía de la pulcritud de sus zapatos y sus uñas. Con los años, este porte no desapareció. Sus uñas y sus zapatos seguían impecables, pero algunas de sus peculiaridades se deformaron en extravagancias. Llevaba el aspecto sumamente cuidado de alguien desaliñado, como si de un artista o un filósofo se tratara. Su barba crecía con un cuidado pocas veces apreciadas. Pero lo más extraño de su apariencia era su mochila. Siempre llevaba su mochila repleta de lectura, herramientas básicas de higiene y alguna cosa más. Cuando le preguntaban por esta costumbre siempre respondía entre risas: “¿Qué es un cerebro sino una mochila?”

A la edad de veinticuatro años, ya con su aspecto desaliñado pero aun sin barba, tanto Manolo como su hermano, inmigraron allí donde sus padres habían emigrado. Su hermano se estableció en Madrid donde no tardaría en abrir la que sería la tercera mejor marisquería de Madrid, situada en Rivas Vaciamadrid.

Manolo, por su parte, se fue a Mallorca donde consiguió trabajo en el prestigioso restaurante Roche como Jefe de camareros. No obstante, este trabajo no fue más que algo eventual, un trabajo al que recurriría cuando quisiera volver a la rutina. En todos estos años, Manolo mantuvo su actitud interrogante ante el mundo, devorando a cuanta información tenía acceso y no se contentó con estar quieto en ninguna parte, pasando su vida entre Miami, Mallorca y Madrid principalmente, pero también quería recorrer muchos más lugares, por eso siempre llevaba consigo unos mapas de carretera que compró un día en un quiosco.

Otra de sus extravagantes costumbres eran sus libros. Tenía tres libros que siempre llevaba consigo en la mochila: “Uno para cada transporte.” decía. Se trataban de dos libros sobre filosofía. Una filosofía que había cultivado extensamente en sus múltiples lecturas. El tercero era una novela de la literatura española clásica, fruto de la tierra que le había enamorado.

Se convirtió en una enciclopedia andante capaz de ilustrar a cualquiera con las auténticas citas de antiguos y modernos filósofos, la cantidad de casas desocupadas en Madrid o las manchas que se dibujaron para la película 101 Dálmatas. Gracias a los contactos de su padre, conoció a grandes figuras de Hollywood, como Woody Allen; y a gran cantidad de expertos en artes marciales, como Jackie Chan, Chuck Norris o Steven Seagal, de quien llegó a recibir clases.

Se obsesionó con la adquisición del saber y se vanagloriaba de conocer a una persona sólo con verla pasar. Continuamente trataba de buscarle el sentido a las cosas planteando continuas tesis que nunca desarrollaría.

Y al final, todo lo que quería Manolo, nuestro Manolo nacido en Madrid, era una cerveza.

lunes, 18 de agosto de 2008

Capítulo 83 - Hasta las narices

Yo nací hasta las narices y he vivido mi vida hasta las narices. Esa es la pura verdad.
No hago referencia a mi estado de ánimo, sino a la cruda realidad: durante el parto me quedé enganchado con mi prominente nariz en la cadera y no salía más. La pobre mujer tuvo tan mala suerte como yo y es que en mi nariz de ingentes proporciones el tabique ocupa todo lo que abarca la vista haciendo casi nulo la zona cartilaginosa. Total que tuvieron que sacarme por cesárea y, una vez fuera, cuando los médicos vieron mi nariz, hubo dos sustos. Uno producido por mi exhubertante apéndice nasal y otro, consecuencia del primero, cuando el doctor me dejó caer de sus manos.
Por suerte, yo, que olía el peligro, tuve la suficiente habilidad como para sujetarme a la esquina de la mesa del instrumental con un orificio nasal. Y allí colgado y sin apenas un minuto de vida, comenzó a darme en la nariz que mi vida estaría llena de sobresaltos.
No me equivocaba. Mi vida resultó ser un cúmulo de ese tipo de situaciones que le hacen a uno dar un respingo.
Aun recuerdo aquella vez que mi madre me llevó al parque acuático. Pese a no gustarme mucho nadar (el agua siempre se me mete en la nariz), mi madre siempre solía llevarme a ese tipo de sitios. me decía que me pusiera en pie y ella se tumbaba a la sombra. De todas formas, ese día estaba muy ilusionado, aquel lugar estaba lleno de toboganes, tubos y cascadas que parecían muy divertidas. La verdad es que no llegué a comprobarlo. A esa edad, ya había aprendido que para subir a los toboganes de espaldas para no golpearme la nariz con los escalones. De hecho, era tal la habilidad que tenía en esto que era capaz de subir de espaldas más rápido de lo que muchos niños lo hacían al derecho.
El caso es que sabía cómo debía subir las escaleras, pero nadie me había explicado la mecánica de los cilindros y acabé por descubrirlo yo mismo cuando me lancé sin dudarlo por aquel tubo: mi cuerpo, pies, piernas, espalda, brazos y demás comenzaron a deslizarse pero cesaron bruscamente cuando mi nariz se dió cuenta de que los cilindros son algo cerrado.
Ni más ni menos que 5 horas estuve metido hasta las narices en aquel tubo. Al principio los niños hicieron cola, después se quejaron, después decidieron que no importaba y empezaron a deslizarse por mi tabique. Fue mi madre quien, preocupada por mí, se enteró de mis situación y llamó al socorrista del parque acuático que acudió enseguida. Recuerdo perfectamente su voz:
- ¡El criajo de las narices! ¿Por qué estas cosas sólo me pasan a mí?
No sé a que se refería el que estaba allí atrapado era yo, no él. En cualquier caso, tardaron tanto tiempo en sacarme porque, en primer lugar, decian preocuparles sacarme tirando de la cabeza, pues podría hacerme daño en el cuerpo. Sin embargo, yo creo que el hecho de que los niños consideraran mi nariz el tobogán más divertido fue algo que influyo en el retraso. Al final, haciendo una escalera humana a lo largo del tubo me sacaron empujando desde abajo.
Ya con esto tome absoluta conciencia de que allá a donde fuera necesitaría ir preparado, por eso ahora siempre llevo conmigo un paquete de pañuelos Rabbit, porque sólo ellos me dan la seguridad que necesito.

jueves, 7 de agosto de 2008

Capítulo 82 - Experiencia

No hacía nada en particular. Unicamente se dedicaba a estar. Entonces, sonó un leve chasquido y la puerta se abrió. ¿La puerta se abrió? No podía ser. Corrió cuanto pudo desde donde se encontraba hasta la entrada y a medio camino se lo encontró de bruces: en efecto, era él. Al fin de vuelta.
Estaba sucio, desaliñado y olía mal. Había adelgazado, mucho. Se le veía como a un espantapájaros con ropa vieja. Tenía una barba más que incipiente que se confundía con su pelo encrespado, ocultando para el espectador menos atento su clásica mueca de circustancia. Su piel se había tostado, más bien se había quemado para dar paso, tiempo después, a un moreno intenso. En el suelo, apenas unos pasos a su espalda estaba tendida su enorme mochila. Mantenía su pose, esa que le hacía inconfundible. Era muy probable que fuera él:

- ¡Has vuelto!
- Así es.
- ¿Por qué no llamaste? ¿Cuánto hace que te fuiste? ¿Un año?
- Más o menos un año, sí. Pensaba llamar, pero luego pensé que no.
- ¿Y qué tal ha ido?
- No lo sé...
- Cuéntame qué es lo que has hecho, lo que has aprendido. Quiero saberlo todo.
- Eso mismo quería yo. Lo hice todo. Fui a todas partes y a ninguna. He vivido experiencias que nunca pensé que viviría y he visto cosas que no pensaba que pudieran existir. He tenido toda clase de vivencias nuevas. Cosas que quería hacer y cosas que no, pero cosas que necesitaba. He tenido momentos de autentica miseria y momentos de felicidad plena. Pero ahora que he vuelto, tras todo esto, me veo siendo el mismo gilipollas. No he avanzado nada, sigo igual de ciego. Soy el mismo que se fue: igual de cansado.
- Yo creo que has cambiado.
- Sabes que nunca me ha importado lo que pienses.
- Lo sé, pero has cambiado.
- Supongo que tendrás razón. Al fin y al cabo, tú eres mi presente.

viernes, 2 de mayo de 2008

Capítulo 81 - Maldito código penal

Este tío acaba de ganarse toda mi simpatía.



Estamos perdiendo el norte...

lunes, 28 de abril de 2008

Capítulo 80 - Castillo

Hay una cosa en las personas que es tan inestable como un castillo (de naipes). El más minimo temblor puede derribar este castillo (de naipes) y, al caer las infraestructuras del castillo (fortaleza de piedra), resultas aplastado por cascotes, vigas, rocas. Toda la protección que los muros del castillo (fortaleza de piedra) parecían darte se vuelve contra tí, hudiéndote, soterrándote, aplastándote. Sufres de hambre y sed deseando y rogando a dioses en los que no crees porque fuera otro castillo (de Hansel y Gretel). No recibirás ayuda ni ataque particular, pues estás en tu castillo (fortaleza inexpugnable). No sé cómo salir de la los cascotes de mi castillo (fortaleza de piedra), pero ojalá fuera tan sencillo como levantar las partes de un castillo (de naipes).

domingo, 30 de marzo de 2008

Capítulo 79 - Libro Suicida (Roto)

Era ya muy tarde y apenas lucía la vela. En un rincón entre lamentos se encontraba el libro, ajado. Se sentía mal, roto, destruido en su interior. No quería saber nada de nadie.
Justo embotado en ese pensamiento, vio a la tinta acercándose. No era la pluma ni la aguja: era precisamente la tinta, a la que menos quería ver. La odió por aparecer allí en ese momento, viéndole flaquear. Pensó que demasido mal lo pasaba en ese instante: totalmente derrumbado, carente de todo aliento, incapaz de tomar impulso. Estaba roto. Completamente roto. Había perdido aquéllo que más le importaba. Sin sentido y sin razón, y ya no volvería. No podía afrontarlo. La culpa era suya y lo sabía; cualquiera le diría que no, que era imposible: las casualidades no eran culpa de nadie y menos las que resultan tan trágicas. Esas que desde dentro te desgarran, desde el pecho hasta los ojos, tirantes, a punto de estallar, esperando que eso se rompa sin exito alguno. Odiaba a la tinta.

- ¿Qué es lo que quieres?
- No quiero nada. ¿Qué ocurre?
- Nada que te interese. Lárgate, por favor.
- ¿Puedo ayudarte en algo?
- Sí, vete. Ambos sabemos que no te importa una mierda.
- Pero...

El libro no lo soportaba, quería que se largara de allí, estar sólo y romperse, literalmente, para poder dejar de sentir. Quería un puñal, clavado con violencia y resquebrajando su lomo. Sólo eso.
Ojalá pudiera.

- Tinta, tienes dos opciones o largarte o darme una paliza.
- ¿Qué estás diciendo?¿Pero cómo puedes decir tal barbaridad?
- Entonces lárgate.
- Pero... Joder, estás demente. ¿Cómo esperas que yo?
- Es muy sencillo: pégame una paliza o lárgate. Yo creo que lo que quieres es lo primero, salta a la vista, pero no te atreves. Siempre has sido una cobarde. Lárgate.

Mientras la tinta se retiraba, el libro deseó que le hubiera dado esa paliza. Que las páginas hubieran volado por la habitación, sus versos se hubieran perdido y no quedara ya nada de su ser más que las tapas gastadas y vacías, como deseaba que se encontrara su mente.

Y así pasó largo tiempo sufriendo, ansiando esa puñalada que le liberara para poder llorar en paz y entonces poder dejar atrás el pasado, con todas las malas experiencias y recuerdos. Olvidando los olores, colores, sonidos y sabores que le dolían en su interior, desde el pecho hasta los ojos. Romperse para dejar de estar roto.

Por desgracia esta vez no vino el nazi.