lunes, 18 de agosto de 2008

Capítulo 83 - Hasta las narices

Yo nací hasta las narices y he vivido mi vida hasta las narices. Esa es la pura verdad.
No hago referencia a mi estado de ánimo, sino a la cruda realidad: durante el parto me quedé enganchado con mi prominente nariz en la cadera y no salía más. La pobre mujer tuvo tan mala suerte como yo y es que en mi nariz de ingentes proporciones el tabique ocupa todo lo que abarca la vista haciendo casi nulo la zona cartilaginosa. Total que tuvieron que sacarme por cesárea y, una vez fuera, cuando los médicos vieron mi nariz, hubo dos sustos. Uno producido por mi exhubertante apéndice nasal y otro, consecuencia del primero, cuando el doctor me dejó caer de sus manos.
Por suerte, yo, que olía el peligro, tuve la suficiente habilidad como para sujetarme a la esquina de la mesa del instrumental con un orificio nasal. Y allí colgado y sin apenas un minuto de vida, comenzó a darme en la nariz que mi vida estaría llena de sobresaltos.
No me equivocaba. Mi vida resultó ser un cúmulo de ese tipo de situaciones que le hacen a uno dar un respingo.
Aun recuerdo aquella vez que mi madre me llevó al parque acuático. Pese a no gustarme mucho nadar (el agua siempre se me mete en la nariz), mi madre siempre solía llevarme a ese tipo de sitios. me decía que me pusiera en pie y ella se tumbaba a la sombra. De todas formas, ese día estaba muy ilusionado, aquel lugar estaba lleno de toboganes, tubos y cascadas que parecían muy divertidas. La verdad es que no llegué a comprobarlo. A esa edad, ya había aprendido que para subir a los toboganes de espaldas para no golpearme la nariz con los escalones. De hecho, era tal la habilidad que tenía en esto que era capaz de subir de espaldas más rápido de lo que muchos niños lo hacían al derecho.
El caso es que sabía cómo debía subir las escaleras, pero nadie me había explicado la mecánica de los cilindros y acabé por descubrirlo yo mismo cuando me lancé sin dudarlo por aquel tubo: mi cuerpo, pies, piernas, espalda, brazos y demás comenzaron a deslizarse pero cesaron bruscamente cuando mi nariz se dió cuenta de que los cilindros son algo cerrado.
Ni más ni menos que 5 horas estuve metido hasta las narices en aquel tubo. Al principio los niños hicieron cola, después se quejaron, después decidieron que no importaba y empezaron a deslizarse por mi tabique. Fue mi madre quien, preocupada por mí, se enteró de mis situación y llamó al socorrista del parque acuático que acudió enseguida. Recuerdo perfectamente su voz:
- ¡El criajo de las narices! ¿Por qué estas cosas sólo me pasan a mí?
No sé a que se refería el que estaba allí atrapado era yo, no él. En cualquier caso, tardaron tanto tiempo en sacarme porque, en primer lugar, decian preocuparles sacarme tirando de la cabeza, pues podría hacerme daño en el cuerpo. Sin embargo, yo creo que el hecho de que los niños consideraran mi nariz el tobogán más divertido fue algo que influyo en el retraso. Al final, haciendo una escalera humana a lo largo del tubo me sacaron empujando desde abajo.
Ya con esto tome absoluta conciencia de que allá a donde fuera necesitaría ir preparado, por eso ahora siempre llevo conmigo un paquete de pañuelos Rabbit, porque sólo ellos me dan la seguridad que necesito.

jueves, 7 de agosto de 2008

Capítulo 82 - Experiencia

No hacía nada en particular. Unicamente se dedicaba a estar. Entonces, sonó un leve chasquido y la puerta se abrió. ¿La puerta se abrió? No podía ser. Corrió cuanto pudo desde donde se encontraba hasta la entrada y a medio camino se lo encontró de bruces: en efecto, era él. Al fin de vuelta.
Estaba sucio, desaliñado y olía mal. Había adelgazado, mucho. Se le veía como a un espantapájaros con ropa vieja. Tenía una barba más que incipiente que se confundía con su pelo encrespado, ocultando para el espectador menos atento su clásica mueca de circustancia. Su piel se había tostado, más bien se había quemado para dar paso, tiempo después, a un moreno intenso. En el suelo, apenas unos pasos a su espalda estaba tendida su enorme mochila. Mantenía su pose, esa que le hacía inconfundible. Era muy probable que fuera él:

- ¡Has vuelto!
- Así es.
- ¿Por qué no llamaste? ¿Cuánto hace que te fuiste? ¿Un año?
- Más o menos un año, sí. Pensaba llamar, pero luego pensé que no.
- ¿Y qué tal ha ido?
- No lo sé...
- Cuéntame qué es lo que has hecho, lo que has aprendido. Quiero saberlo todo.
- Eso mismo quería yo. Lo hice todo. Fui a todas partes y a ninguna. He vivido experiencias que nunca pensé que viviría y he visto cosas que no pensaba que pudieran existir. He tenido toda clase de vivencias nuevas. Cosas que quería hacer y cosas que no, pero cosas que necesitaba. He tenido momentos de autentica miseria y momentos de felicidad plena. Pero ahora que he vuelto, tras todo esto, me veo siendo el mismo gilipollas. No he avanzado nada, sigo igual de ciego. Soy el mismo que se fue: igual de cansado.
- Yo creo que has cambiado.
- Sabes que nunca me ha importado lo que pienses.
- Lo sé, pero has cambiado.
- Supongo que tendrás razón. Al fin y al cabo, tú eres mi presente.